miércoles, 30 de junio de 2010

Tigres azules

No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo:
–He venido.
A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris. No era muy alto.
Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:
–Una limosna, Protector de los Pobres.
Busqué, y le respondí:
–No tengo una sola moneda.
–Tienes muchas –fue la contestación.
En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.
–Tienes que darme todas –me dijo–. El que no ha dado todo no ha dado nada.
Comprendí y le dije:
–Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.
Me contestó:
–Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.
Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron como en el fondo del mar, sin el rumor más leve.
Después me dijo:
–No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos, con el mundo.
No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el alba.

En La Nación, Buenos Aires, 19 de febrero de 1978,
con el título "El milagro perdido"

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